Al principio era una flor, pongamos una de las amapolas que incendian con su vivo color rojo los campos de cereales cuando el tiempo se calienta lo bastante para hacer que las espigas se asomen. Basta con dar la vuelta a sus pétalos y anudarlos por medio de un hilo o una hierba para tener una delicada muñeca con su cintura y sus brazos. Tan simple ejercicio fue durante siglos uno de los entretenimientos preferidos de los niños de media Europa. Lo cuenta la antropóloga francesa Christine Armengaud, que ha escrito un libro en el que recupera algunos de los juguetes que se fabricaban con ayuda de los materiales que brinda la naturaleza. Son útiles de vida efímera que tienen la belleza de las cosas sencillas, pero que han desaparecido no ya sólo del mundo material sino incluso de buena parte de la memoria colectiva.
La antropóloga logró rescatar ese patrimonio gracias a un paciente trabajo de investigación que le llevó a recabar durante el siglo pasado centenares de testimonios de personas mayores criadas en entornos rurales. «Los museos del juguete -explica Armengaud- se limitan a exponer piezas codiciadas por los coleccionistas, como juguetes de marca, muñecas de porcelana o máquinas de tren contribuyendo a perpetuar una visión urbana de los niños de otro tiempo. Los chicos que vivían en el campo son ninguneados al no tenerse en cuenta sus innumerables juguetes, difíciles de datar, no cotizados y a menudo efímeros, y que por lo tanto no se pueden guardar en vitrinas».
Es en la naturaleza donde tienen su origen la mayor parte de los juguetes previos a la aparición a finales del siglo XIX de la industria juguetera. Plantas y animales proporcionan un sinfín de materiales susceptibles de ser transformados en instrumentos de diversión infantil. Por el libro desfilan barcos fabricados con hojas de caña o cortezas de pino, muñecas hechas con flores o ramas, arcos y lanzas de madera, flautas y silbatos de hueso o caña… No faltan, claro está, los clásicos tirachinas (los de madera de boj son los más rígidos), los sombreros y cestos construidos con fibras vegetales o incluso unas curiosas jeringas de agua elaboradas con cañas huecas de bambú o ramas de saúco. Hasta 250 objetos se pasean por las páginas de la publicación, que expone con todo lujo de detalles su pequeña historia y la forma de fabricarlos.
La muñeca del abuelo
Los juguetes recopilados por la antropóloga son espectros de una realidad que fue barrida por la industrialización como si se tratara de frágiles semillas de diente de león expuestas a un vendaval. «Durante siglos e incluso durante milenios -cuenta la autora- estos modestos juguetes y sus secretos de confección iban pasando de generación en generación por tradición oral. Cada año, cuando llegaba la primavera, las niñas realizaban bolas de prímulas y los chicos, silbatos de cortezas. Después, el ciclo natural de las plantas les proporcionaba una sucesión ininterrumpida de entretenimiento renovado y gratuito para crear juguetes. El éxodo rural y la industrialización cambiaron las tornas de tal forma que los juguetes ancestrales y sin valor comercial se asimilaron a los de los pobres, los de los míseros campesinos, y había por tanto que olvidarlos».

Las piñas son el punto de partida para esta ingeniosa colección que haría las delicias de un ornitólogo.
La edad de oro del juguete se vivió en Europa en la transición entre los siglos XIX y XX. La combinación de mano de obra barata y producción mecanizada puso por primera vez al alcance de una gran parte de la sociedad un tipo de juguete que sólo se podía encontrar en las tiendas por su complejidad o los materiales utilizados en su fabricación. «No eran demasiado caros, pero para las familias más modestas no siempre eran accesibles», cuenta Christine Armengaud, que recuerda que la juguetería industrial abrió además un debate que iba más allá del capítulo estrictamente económico: «En aquel entonces se empezó a plantear si era o no necesario hacer regalos a los niños, sobre todo cuando se trataba de objetos adquiridos. Los obsequios infantiles sólo llegaron a cobrar carta de naturaleza al término de la Segunda Guerra Mundial».
Es la imaginación infantil la que permite que una rama de arce pase a ser un muñeco haciendo en la corteza unas simples incisiones a la altura de los ojos y de la boca. Una de las historias que recopiló Armengoud ilustra hasta qué punto es cierta esa afirmación. Cuenta que una mujer mayor le explicó que su abuelo, que era ebanista, solía hacerle unas muñecas recortando una silueta de una plancha de madera. Aquellas sencillas plantillas eran su juguete favorito y hacía con ellas lo que las niñas de todas las épocas han hecho con sus muñecas: alimentarlas, dormir juntas e incluso reñirlas emulando lo que su madre solía hacer con ella. Un día el abuelo decidió sorprender a su nieta y pensó en dar forma a una muñeca en tres dimensiones a partir de un tronco. Talló la cintura, estrechó el cuello, esculpió la cabeza, le añadió dos brazos y luego la pintó para infundirle mayor sensación de realidad. Para su decepción, la niña arrinconó el obsequio a las primeras de cambio y siguió jugando con sus antiguas ‘amigas’. Su imaginación infantil suplía con creces las carencias de sus rudimentarias plantillas.
En los juguetes recopilados subyace también una conciencia ecológica que tiene que ver con el descubrimiento de todo lo que la naturaleza puede poner al alcan ce de los niños en unos tiempos en los que la mayor parte de ellos -y de sus padres- son incapaces de distinguir un arce de un roble.
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